Unos textos inéditos de mi bisabuelo, el general Vicente Rojo, llegan a mis manos hace unos años. En ellos, descubro su alterego Gonzalo de Iberia: un muerto en vida, expulsado de la sociedad, que deambula por las calles y sus pensamientos en busca de sentido y lanzando ideas como “platillos al aire”. Vicente Rojo fue un militar que luchó por la República y que durante la Guerra Civil llegó a convertirse en jefe del Estado Mayor.

Tras muchos años en el exilio, mayor y enfermo, consiguió regresar a España y al llegar fue sometido a un juicio que significó su muerte civil. No podía trabajar, no podía viajar, ni hacer nada para lo que necesitara identificarse y se vio obligado a hospedarse con su mujer y la menor de sus hijas bajo el techo de su suegro fascista. Allí se refugió en la escritura y construyó un personaje a través del cual poder dar voz a sus pensamientos.

Este documental es una interpretación del mundo interno que aparece en los escritos de los últimos años de vida de Vicente. Nace de sus textos crudos e inconclusos y mi afán por descifrarlos. Comprender lo que está en ellos y lo que no. Una película que está entre lo visible y lo invisible. Lo real y lo irreal.

¿Hasta qué punto la imaginación puede salvarnos?

Rojo y sus platillos voladores nace de este interrogante y nos sumerge en un viaje en el que descubrimos los diferentes universos, reales y ficticios, de la vida de Vicente.

Construido con material de archivo visual y sonoro, junto a imágenes grabadas y otras creadas con inteligencia artificial, se va armando un collage visual que dialoga con fragmentos de sus textos, interpretados por una voz en off ronca y profunda, e interrumpida en algunos momentos por mi propia voz y la de otros familiares.

“Dicho en lenguaje vulgar soy un paria, un «cadáver viviente», un ente situado al margen de la sociedad, en cuyas actividades no puedo participar con sentido de responsabilidad ni derecho alguno. Ciertamente resido en mi patria; ejerzo libremente la posibilidad de ver, oír y callar. Puedo ir al cine que más me atraiga y, si tengo dinero, comprar los comestibles que más me apetezcan, tomar el sol o la sombra, sentarme en cualquier paseo o plaza pública, vestir como me dé la gana y mezclarme con los transeúntes… Es decir, tengo libertad para todo, para todo menos para lo que los vivos pueden hacer pues a mí no me alcanzan sus derechos. Yo sólo tengo derecho a mendigar.»