Recuerdo perfectamente el momento en el que recibí la llamada. Mi padre estaba al otro lado de la línea y yo no daba crédito a sus palabras, me quedé atónito, no podía concebir que mi abuelo hubiera sido detenido por abuso de menores.

Pasé dos años sin que pudiera escribir ni una línea sobre este tema y, durante este tiempo, tuve que lidiar con el rechazo y la vergüenza que me producía que alguien tan cercano hubiera hecho algo así, algo situado en el lado más opuesto a todos mis principios. Sin embargo, poco a poco empecé a gestar la idea de realizar un documental sobre este proceso, en un intento por mi parte de entender mejor la situación, de problematizarla y de profundizar en cómo afecta a una familia aparentemente normal el descubrir una verdad tan perturbadora como esta.

Así, tras más de mil días, supe que este era el camino, que tenía que escribir, que rodar, que debía acudir a lo más recóndito de las emociones, incluso a sabiendas de que era posible que nunca llegara a obtener una certeza absoluta. Y es que quizás ese era el destino de Saturno, un impulso personal, una necesidad nacida de las entrañas de mi familia.