Yo me crié en Soria, la provincia más despoblada de la península, una zona que año tras año encoge y se seca, donde la industrialización agraria y el éxodo rural han dejado los campos cada vez más vacíos. La mala gestión de las ayudas europeas, el olvido institucional y la falta de perspectivas de futuro obligan a los jóvenes a marcharse. Como yo me tuve que ir. Como la mayor parte de mis amigos tuvieron que irse.

Recuerdo mi infancia y adolescencia en Soria. Fue feliz. Veranos de bicicleta y caza de gamusinos, inviernos de nieve y trineo. Pero también recuerdo por qué me fui y por qué se fueron la mayoría de mis amigos o conocidos. Todos en busca de una oportunidad que no había donde veníamos. El año pasado volví a pasear por el centro de Soria: negocios cerrados, casas vacías, una ciudad con una enfermedad crónica. Ni siquiera la inmigración, todavía muy escasa, ha conseguido revertir el proceso de desaparición. Y en los pueblos, la patología es más acuciante.

Será en las próximas décadas, cuando todo haya desaparecido, cuando lloremos por nuestra identidad perdida, por la memoria de nuestros abuelos y por nuestra propia memoria, cuando estudiaremos los versos de Machado, pero el resto ya no estará. Creo que esta España de ruinas y silencio, esta España vaciada, es tierra de fantasmas y de mitos, el escenario idóneo para una película de género en la que el campo es el personaje principal, mientras que el resto de sus protagonistas, perdidos y desubicados, entrecruzan sus historias en este escenario de terror.