Samia Yosuf Omar tenía un pequeño hilo de esperanza que le proporcionaba el sueño de ser atleta profesional y poder salir de la pobreza. Desde joven, entrenaba entre unas precarias pistas de grava llena de cráteres provocados por los morteros de la guerra civil, en las calles de su Mogadiscio natal, enfrentándose diariamente a las amenazas de los grupos radicales que prohibían a las mujeres hacer actividades deportivas. Contra todo pronóstico, Samia obtuvo su primera oportunidad al representar a Somalia en los JJ.OO. de Pekín en 2008. Sin apenas equipación deportiva y con síntomas claros de desnutrición, compitió en la prueba clasificatoria de 200 m contra las favoritas mundiales de la categoría. Quedó la última de la serie, pero consiguió que el estadio entero la apoyase, levantándose para alentarla en uno de los mayores recuerdos deportivos en los JJOO en años. Ese día Samia se prometió a sí misma competir en los JJOO de Londres y mejorar su marca. Al volver a Somalia el grupo terrorista Al-Shabaab había prohibido a todas las mujeres practicar o mirar deportes bajo pena de muerte. Obligada a entrenar en la clandestinidad, Samia huye junto a su familia al campo de refugiados de Hizbul-Islam, de donde escapó rumbo a Etiopía con la intención de prepararse junto a los grandes atletas etíopes. Samia sabía que era la gran favorita del comité Somalí para los JJ.OO. de Londres, y su futura participación en la cita olímpica sería un acto de esperanza para su país, pero necesitaba entrenar. Su fuerte deseo de cumplir su sueño olímpico y de encontrar un entrenador europeo crecían en su interior. Desoyendo a su familia y amigos, se embarca en un largo y peligroso viaje hacia Europa, cruzando Sudán o el desierto del Sáhara y entrando a Libia, donde subió a una patera con otras 70 personas, rumbo a Italia. Sus sueños olímpicos dependían de ese bote y de cruzar el Mar Mediterráneo.